Según se publicó en un artículo reciente, en las cafeterías de Brujas los turistas pagan el 10 % más por sus patatas fritas que los habitantes locales. Se lo describió como un “descuento por lealtad del cliente”, que automáticamente se traduce en precios más altos para los turistas.
Esto me hizo recordar una conversación que escuché entre dos turistas en Sicilia, que sentían que los comerciantes locales los veían como “billeteras andantes”; la misma sensación que a menudo percibo de los veraneantes al caminar por calles extranjeras. Con la temporada de vacaciones de verano ya casi sobre nosotros, tal vez sea oportuno cuestionar la ética de fijar precios exorbitantes para los turistas.
Al turismo siempre se lo ha considerado como un medio de prosperidad económica y una fuente de mayores ingresos. Se trata de uno de los sectores más grandes del mundo, con una contribución económica mundial de más de 7,6 billones de dólares estadounidenses (5,8 billones de libras esterlinas). Según pronósticos de la Organización Mundial del Turismo de las Naciones Unidas, para el año 2030 el número de arribos de turistas internacionales alcanzará los 1800 millones. Si tenemos en cuenta que uno de cada diez puestos de trabajo en el mundo depende del turismo (es decir, 292 millones de personas) y que el valor de este sector equivale al 10 % del PIB mundial, no sorprende que las comunidades anfitrionas quieran aprovechar al máximo las oportunidades que trae aparejadas.
Uno de los lugares donde es habitual que los precios para los visitantes sean más altos es Venecia. El “sistema de precios diferenciados” de esta ciudad llegó a tal extremo que, en 2015, dio origen a una queja ante la Comisión Europea, mediante la cual se denunciaban precios discriminatorios contra los turistas (denuncia que luego fue rechazada). Y cuando en Tailandia se planificó un aumento de tarifas para la entrada a parques nacionales en 2015, quedó claro que los precios más altos se aplicarían a los veraneantes en lugar de los habitantes locales. El aumento de tarifas para “adultos y niños extranjeros” entró en vigor en febrero de 2015.
Esta diferencia de precios puede parecer injusta. Sin embargo, si los habitantes locales pagaran los mismos precios que los turistas, es probable que muchos de ellos no puedan disfrutar el patrimonio de sus propias comunidades. A muchas personas le resultaría muy costoso visitar las atracciones que, paradójicamente, forman parte de su lugar de origen. Sus salarios suelen ser muy inferiores a los de sus huéspedes.
Las guías turísticas son las primeras en advertir a sus lectores que “no paguen el primer precio que obtienen de los vendedores” en los mercados locales. Por mi parte, debo admitir que a menudo he escondido mi cámara de fotos para “no parecer turista” y evitar los precios más altos. Pero se trata de una cuestión moral: estar dispuestos a pagar precios más altos podría, en realidad, ser una forma más responsable de viajar.
Pagar lo que nos corresponde
Establecer un sistema de precios diferenciados, mediante el cual los habitantes locales paguen menos por el mismo producto, puede ser una manera de implementar prácticas de turismo sostenible y proteger recursos valiosos. Debemos tener en cuenta el impacto a largo plazo que los grupos numerosos de personas tienen en estos recursos cuando los usan de manera intensiva por períodos muy cortos, generalmente solo para tomar una fotografía (antes de volver a sus respectivos autobuses turísticos).
La sostenibilidad debe ir acompañada de una mayor apreciación de la relación de dependencia que existe entre el turismo y las comunidades con sectores tradicionales débiles y escasos recursos naturales. Esperar que los turistas paguen un poco más para proteger y mantener los lugares y atracciones que disfrutan es moralmente justificable, ya sea en Brujas, Venecia o Tailandia.
Una especie de “impuesto turístico” a la comida, el alojamiento y las atracciones puede parecer injusto (incluso discriminatorio), pero el turismo no debería ser una transacción unilateral. En determinados momentos del año, los visitantes extranjeros a menudo ejercen una presión considerable en los escasos y limitados recursos. Es necesario que todos reconozcamos este impacto. El “turismo en favor de los pobres” es un concepto interesante. Mediante esta estrategia, se nos alienta a que veamos al turismo como una herramienta para disminuir la pobreza, especialmente en los países que tienen pocos recursos naturales o mercados de exportación de otro tipo.
No se debe subestimar la capacidad que tienen los gastos que realizan los turistas para producir beneficios sociales, culturales y económicos. Una propina generosa o la disposición de pagar más es un paso muy importante a la hora de reconocer la presión (y el daño) que los turistas pueden provocar en comunidades e infraestructuras frágiles.
Estafados
Si bien es importante reconocer la contribución positiva que los turistas pueden hacer, también es necesario darse cuenta de cuándo los “impuestos turísticos” informales y las prácticas inflacionarias se convierten en explotación y fraude. Cuando los periódicos internacionales publicaron la noticia de que una familia en Roma tuvo que pagar 54 libras esterlinas por cuatro helados, surgieron inquietudes sobre la forma en que algunos operadores turísticos aumentan sus precios para los visitantes.
Pero el ejemplo es un caso extremo: si la familia hubiera preguntado el precio antes de comprar, esto no habría ocurrido. Algo más preocupante tal vez sea el aumento de estafas sofisticadas mediante el cambio de bienes, engaños e historias falsas de dificultades para sacar dinero a turistas desprevenidos.
Es inevitable que los turistas deban afrontar costos ocultos y adicionales. Algunos son justificados. Debemos lograr un equilibrio entre, por un lado, cierta sensibilidad a las necesidades locales y responsabilidad social para ayudar a restaurar recursos y reparar daños y, por otro, la ingenuidad (en ocasiones, estupidez) en las transacciones que realizamos cuando estamos de vacaciones.
Este artículo se publicó por primera vez en The Conversation y ha sido traducido por Eugenia Puntillo, traductora profesional y locutora. La versión original está disponible aquí: Why it’s OK to charge tourists more for chips.