Los viajes transnacionales han hecho de la cultura, una mercancía. Cuando la ética del consumo se extiende a personas y lugares, todo llega con un coste: Visitar un palacio – 12 €; Caminata de montaña – 35 €; Espectáculo de danza tradicional – 8 €; Sentir que tu autoestima crece – no tiene precio. Los folletos de vacaciones de hoy en día parecen un catalogo de ofertas del Corte Inglés; En lugar de artículos para el hogar y electrónica barata, encontramos tigres, templos y pueblos tribales. Como si todo fuera mercancías y objetos.
Al fin y al cabo compramos estas experiencias por la misma razón que compramos cualquier otro producto no esencial: sentirse, o aparentar, mejor. Me atrevería a decir que somos caníbales culturales, consumiendo cultura sin apenas pensar y asimilando únicamente algún aspecto de ella. De este modo, Nueva York confiere cosmopolitismo, la India espiritualidad, el Caribe frescura y así sucesivamente. Luego hay extras opcionales, platos de acompañamiento, si prefieres llamarlo donde un hotel de cinco estrellas sugiere estatus, un tour del vino imparte gusto, el prefijo “eco-” implica la perspicacia ética. En el reino del canibalismo turístico, eres lo que comes.
Y así, viajamos para consumir; al fin y al cabo es todo lo que sabemos hacer.
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